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¿Dios castiga? “No amaron la verdad” (2Tes 2,10)

La verdad salvífica es la verdad amada, no la meramente conocida
P. Miguel Ángel Fuentes, IVE


El P. Miguel Ángel Fuentes, es sacerdote del Instituto del Verbo Encarnado, ordenado en 1984. Licenciado en teología por la Pontificia Universidad Angélicum, de Roma; y doctor en Teología con especialización en Matrimonio y Familia, por el Instituto Giovanni Paolo II, de la Universidad Lateranense de Roma...
Lección inaugural del Año Lectivo 2014, Seminario “Santa María, Madre del Verbo Encarnado”,

San Rafael, 6 de marzo de 2014


Hay un texto muy sugestivo en la segunda epístola a los Tesalonicenses (2,8-12). Dice así:
8 …Entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la Manifestación de su Venida. 9 La venida del Impío estará señalada por el influjo de Satanás, con toda clase de milagros, señales, prodigios engañosos, 10 y todo tipo de maldades que seducirán a los que se han de condenar por no haber aceptado el amor de la verdad que les hubiera salvado (eo quod caritatem veritatis non receperunt ut salvi fierent). 11 Por eso Dios les envía un poder seductor que les hace creer en la mentira, 12 para que sean condenados todos cuantos no creyeron en la verdad y prefirieron la iniquidad”.

¿A quiénes se refiere el texto? Son “los que han de ser engañados y se han de condenar”. ¿Quiénes son estos? Puntualmente sólo Dios los conoce a cada uno pero se los caracteriza por algo común a todos: son los reos del pecado de desamor por la verdad.

Quiero reflexionar brevemente sobre este pecado que cometen (v.10) y los dos castigos que menciona el Apóstol: un castigo que es al mismo tiempo “pecado y castigo” (culpa et poena), es decir, Dios los castiga dejándolos caer en otro pecado (“un poder seductor que los hace ser engañados”) que los conducirá a otro castigo más grave, castigo que es “sólo castigo” (poena tantum): la condenación eterna[1].

El pecado de desamor
San Pablo describe este pecado diciendo que es “no aceptar el amor de la verdad”: ten agápen tes aletheias. Arriba he citado el texto latino de la Neo Vulgata.

Quiero hacer resaltar la precisión con que el Apóstol menciona este pecado. No hay que confundirlo con otros fenómenos que pueden asemejarse a él: no es un simple error (tomar como verdadero algo que no lo es); ni es ignorancia de la verdad o carencia de un conocimiento que se puede y se debe poseer; no es nesciencia o ausencia de un conocimiento que no se está obligado a poseer. Se trata, en cambio, puntualmente, de un “rechazo” (resistencia voluntaria) del amor por la verdad.

El conocimiento de la verdad es considerado aquí como el fruto al que habría conducido este “medio” que es el amor a la verdad. La expresión del Apóstol supone que Dios a todos ofrece al menos “el amor de la verdad” aunque no dé a todos el llegar a la verdad en sí. Por tanto, a la pregunta que muchas veces nos hacen: “¿puede uno salvarse sin llegar al conocimiento de la verdad?”; debemos responder: “Sí”. Pero a la pregunta que jamás (o pocas veces) nos hacen (y que es más importante que la primera): “¿puede alguien salvarse sin amar la verdad?”; debemos responder sencillamente: “No”. Por motivos que sólo Dios conoce, no a todos lleva a la plenitud de la verdad (probablemente para que queden manifiestas las terribles consecuencias del pecado original en la inteligencia). Pero, sin embargo, a todos ofrece Dios el “amor por la verdad”. Algunos la aman y la buscan a tientas, entre sombras y figuras[2]. Y por eso si bien no la alcanzan “objetivamente”, de alguna manera la poseen afectivamente (en la voluntad).

La verdad divina es salvífica cuando es amada, no cuando es meramente conocida. La posesión de la verdad no transforma a la persona en la verdad que conoce sino cuando el motivo de la posesión es el amor, cuando es la voluntad la que mueve a la inteligencia a adherirse a ella por el amor. Cuando es solo la evidencia de la verdad la que motiva la adhesión intelectual a ella esa verdad puede carecer del valor transformante. De hecho, aunque no se puede aborrecer la verdad universal (la inteligencia no puede dejar de tender hacia su objeto propio), sí se puede odiar una verdad en particular[3], como odia el enfermo la verdad que le comunica el médico sobre la incurabilidad de su mal, o como odia el condenado a muerte la verdad sobre su sentencia… o como odia el demonio la Verdad de que Cristo es su vencedor y que él no puede ni negar ni amar…

Para que la verdad conocida nos transforme en lo que conocemos, debe ser amada. De ahí que instruir –transmitir conocimientos– no modela, no trasfigura, no transmuta, mientras que educar sí. La diferencia es que la educación es transmisión de verdades valoradas, amadas. Muchos son capaces de enseñar verdades, pero muy pocos son capaces de hacerlas amar al mismo tiempo que las siembran. Solo estos últimos son educadores; los otros son maestrillos.

Hay quienes adhieren a un error sabiendo que es un error; pueden hacerlo por razones de conveniencia, esclavizados por sus pasiones o pervertidos por sus vicios profundamente enraizados en su alma. Estos mienten a otros y generalmente también se mienten a sí mismos.

Hay otros que se adhieren a un error (o mejor dicho, el error los tiene cautivos) por negligencia de su voluntad en amar la verdad y buscarla. No pueden salir del error porque nunca han buscado la verdad, y el pecado poco a poco hace que su conciencia se vuelva ciega. No puede decirse de éstos que están de “buena fe” en su error sino de “mala fe” (es mala fe el no buscar la verdad). Su ignorancia de la verdad les es imputada, pues, como pecado[4].

Finalmente, algunos viven en la ignorancia de la verdad pero “de buena fe”. Se abusa hoy en día de este concepto de “buena fe”. La “buena fe” no es una noción negativa sino una cualidad positiva. No es mera ausencia de mala voluntad, sino la positiva presencia de una buena voluntad. Está “de buena fe” en su error el que pone los medios para buscar la verdad pero, a pesar de sus esfuerzos no puede salir del error (que él no advierte como error). En este caso se da lo que Santo Tomás denomina una adhesión “per se” a la verdad y sólo una adhesión “per accidens” al error[5]. Esto exige una explicación. Se habla de adhesión “per se” (en sí o por sí misma) a la verdad, porque la persona en cuestión acepta o profesa algo creyéndolo sinceramente verdadero (puede decirse “sinceramente” cuando ha puesto todos los medios a su alcance para asegurarse que aquello que profesa es objetivamente la verdad y no llega a percibir sus falencias ni por sí ni por la autoridad de otros[6]). El hecho de que no sea objetivamente verdadero es algo accidental; de hecho esta persona quitaría su adhesión a esta afirmación y aceptaría otra si supiera que lo que profesa no es verdadero y que la verdad está en otra enseñanza, doctrina o credo distintos.

En efecto, una persona no está obligada a adherirse a una verdad determinada hasta que no le conste que es efectivamente la verdad. Esto lo reconocieron los misioneros de Indias desde los primeros momentos de la Evangelización. Francisco de Vitoria afirmaba magistralmente: “los bárbaros no tienen el deber de creer en Cristo al primer conocimiento de su fe, de tal manera que pequen mortalmente no creyendo por sólo el anuncio de ella y por la proposición de que la verdadera religión es la cristiana y de que Cristo es el Salvador y Redentor del mundo, sin milagros, sin otra prueba o sin empleo de medio alguno de persuasión… Si los sarracenos propusieran juntamente con los cristianos a los bárbaros su religión, así, simplemente, sin motivo alguno de credibilidad, no tendrían éstos el deber de creerles; pues tampoco a los cristianos si no les muestran los motivos de credibilidad”[7].

De aquí podemos deducir la gravedad particular de los pecados contra la verdad.
Suena extraño reivindicar los derechos de la verdad en una época y en una cultura que ha elegido como paladín al pusilánime Pilatos. Su pregunta ¿Y qué es la verdad? es la pregunta de nuestro tiempo. Pero no es una pregunta sobre la verdad (sobre su origen, su naturaleza o su “ubicación”); Pilatos no quiere saber cuál es la verdad o dónde buscarla. Su pregunta es retórica; tiene un profundo trasfondo escéptico; en su boca suena a “¿todavía hay algún idealista que cree que hay una verdad?”.

Pecado contra la verdad es no amarla, no buscarla con ardor (porque la verdad sólo puede perseguirse con pasión). Más grave es ocultarla, oscurecerla o despreciarla. Y todavía más grave es manipularla, tergiversarla y recortarla para ponerla al servicio de los propios intereses. Y se vuelve sacrilegio cuando llega a la manipulación de la Verdad Revelada (San Pablo habla de los que negocian con la Palabra de Dios: 2Co 2,17).

Así y todo, éste es el pecado de nuestro tiempo.

¿De nuestro tiempo? En realidad las infidelidades hacia la verdad son tan viejas como el pecado del hombre. Adán no mintió a Dios, pero le dijo una media verdad (la mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí). Era verdad, pero no era “toda” la verdad. Lo mismo hizo Eva. Y la misma actitud heredó Caín, inaugurando la industria de las afirmaciones elusivas. Caín fue el primer “diplomático” que contestó una pregunta (de Dios) con otra pregunta (¿Dónde está tu hermano?… ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?); hasta el día de hoy éste sigue siendo el lenguaje de los que tienen las manos manchadas de sangre fraterna. Todas las conversiones del pueblo de Dios han sido, por eso, retornos a Dios en cuanto retorno a la verdad: esa verdad desnuda que nos pone ante nuestro pecado y nuestro error.

Pero nuestro tiempo es, además, el tiempo de las grandes mentiras. De las mentiras institucionalizadas, divulgadas masivamente. El tiempo de las mentiras sobre Dios, sobre el mundo y sobre el hombre. Es el tiempo del “poder” de la mentira. De la seducción de la mentira. De la “mentira” y de la “capacidad de mentir” entendidas como sinónimo de política, de periodismo, de manejo de masas, de comercio o de diplomacia (incluso eclesiástica), calzándole muy exactamente la descripción que Jeremías hacía de su tiempo:

“¡Quién me diese en el desierto una posada de caminantes, para poder dejar a mi pueblo y alejarme de su compañía! Porque todos ellos son adúlteros, un hatajo de traidores que tienden su lengua como un arco. Es la mentira, que no la verdad, lo que prevalece en esta tierra. Van de mal en peor, y a Yahveh desconocen. ¡Que cada cual se guarde de su prójimo!, ¡desconfiad de cualquier hermano!, porque todo hermano pone la zancadilla, y todo prójimo propala la calumnia. Se engañan unos a otros, no dicen la verdad; han avezado sus lenguas a mentir, se han pervertido, incapaces de convertirse. Fraude por fraude, engaño por engaño, se niegan a reconocer a Yahveh” (Jer 9,1-5)

Esto penetra la escuela, la familia y la misma religión. Cuando la mentira se instala en los hombres de Iglesia se llama “abominación” y “sacrilegio” y siempre termina en el homicidio del inocente. El proceso a Jesucristo es el modelo supremo de las mentiras de los hombres religiosos para destruir la Verdad Divina: mintió Caifás, mintió Anás, mintieron los sacerdotes, los escribas y los fariseos. Cuando Jesucristo dijo Yo soy la Verdad, se condenó a muerte. Hizo lo mismo que hace un soldado que declara su nacionalidad detrás de las filas enemigas: se delató. Y los enemigos de la Verdad lo condenaron a muerte. En el fondo, siendo quiénes eran o siendo lo que eran, no podían obrar de otro modo.

Un castigo que preanuncia otro castigo
El desamor por la verdad se paga caro. Y la manipulación de la verdad se paga carísimo.
Dios es la Verdad; toda otra verdad es un reflejo o participación de la divina. El desamor por la verdad es desamor hacia Dios. Y esto cuesta caro.

Hay un primer castigo que es al mismo tiempo castigo y pecado (culpa et poena, dice Santo Tomás)[8]. Es la “seducción”, puesto que, como dice san Juan, “muchos seductores han salido al mundo” (2Jn 7). Y esto es un castigo para los malos: “Dios les envía un poder seductor que les hace creer en la mentira” (2 Tes 2,11). Ricciotti traduce literalmente del griego: “una operación interna de engaño (enérgeian planés)”[9]. Y Bover comenta: “Por eso, en pago de no haber abierto su corazón a la verdad, envíales Dios eficiencia de seducción. Es una acción de Dios consecuente y posterior a la malicia humana: es un acto de justicia vindicativa. Para que den fe a la mentira: no es una finalidad de Dios, ni antecedente ni consecuente, sino un resultado o consecuencia (o, si se quiere, una finalidad) de la eficiencia de seducción. La seducción tiende a que los hombres den fe a la mentira que se les persuade”[10]. Es lo que leemos en Isaías en un texto recordado también por el evangelista san Juan: “Engorda el corazón de ese pueblo hazle duro de oídos, y pégale los ojos, no sea que vea con sus ojos y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y se le cure” (Is 6,19; cf. Jn 12,40).

¡Justicia vindicativa! Sí, Dios se venga (o mejor debemos decir “hace justicia” para que no se malentienda esta expresión moral clásica que hoy ha tomado un sentido pasional que poco tiene en común con la virtud de la “vindicta”, parte de la justicia conmutativa) de los que “usan” y manosean la verdad. Y el castigo es dejarlos que se engañen y que los engañen. Han mentido; que se traguen en castigo la Gran Mentira: la mentira de la Historia contada según la interpretación de Satanás; la mentira sobre Dios que inauguró la Serpiente en el Edén (pues en Gn 3,4-5 tenemos el más antiguo ejemplo de la historia relatada de modo mentiroso). Satanás fue definido por Jesucristo como Mentiroso desde el principio y Padre de la mentira. El castigo de los mentirosos y de los desamorados por la verdad, es dárselos Dios por “hijos” al diablo (cf. Jn 8,44).

San Juan de la Cruz llama a este castigo “espíritu de entender al revés”. Y el místico doctor apela al mismo texto de Isaías que usa Santo Tomás en su comentario a 2Tes que estamos meditando: Is 19,14: miscuit Dominus in medio eius spiritum vertiginis. Traduce la Biblia de Jerusalén: “Yahvé ha infundido en ellos espíritu de vértigo que hace dar tumbos a Egipto en todas sus empresas, como se tambalea el ebrio en su vomitona. Y no le sale bien a Egipto empresa alguna que haga la cabeza o la cola, la palmera o el junco” (Is 19-14-15). Y San Juan de la Cruz vierte diciendo: “El Señor mezcló en medio espíritu de
revuelta y confusión, que en buen romance quiere decir espíritu de entender al revés”[11]. Les mezcló, explica, “privativamente”, “que consiste en quitar él su luz y favor; tan quitado, que necesariamente vengan en error”.

Y de esta manera “da Dios licencia al demonio para que ciegue y engañe a muchos, mereciéndolo sus pecados y atrevimientos. Y puede y se sale con ello el demonio, creyéndole ellos y teniéndole por buen espíritu. Tanto, que, aunque sean muy persuadidos que no lo es, no hay remedio de desengañarse, por cuanto tienen ya por permisión de Dios, ingerido el espíritu de entender al revés”.

No aman la verdad; pues entonces, que se traguen todo género de falsedades y engaños.

Es verdad que es la nuestra una época de mentiras institucionalizadas. Pero es también una época de “buscadores de mentiras”. En lenguaje bíblico se dice “necedad”. “El mundo quiere ser engañado; pues ¡que se engañe!”, dijo Petronio (mundus vult decipi, ¡decipiat!). Y abre su boca a todo género de fábulas y de fabuladores. Y adhiere su corazón a todo el que le venda una ilusión, aunque sea falsa como el demonio y oscura como la noche. Y ahí tenemos nuestro mundo ávido de brujos y chamanes, de videntes, aparicionistas y curanderos, de magos y cartomancistas. Dejando que el primero que pase le meta la mano en el bolsillo o le robe la fe.

Un “poder seductor”, dice San Pablo (una “obra de error”).

Y no se piense que esto vale sólo para los “crédulos”, para los incultos, rústicos y analfabetos. No; entre estos puede haber muchos que no alcanzan la verdad, pero la buscan y la aman. Por el contrario, los “novios” de la falsedad se encuentran muchas veces entre los letrados, los “leídos” y versados en discursos humanos. La Epístola a los Romanos increpa a los sabios de los gentiles; éstos son los que tergiversaron el conocimiento de Dios y se volcaron hacia el culto idolátrico y por eso Dios los entregó a sus pasiones tergiversadas y dejó que vivieran engañados por aquello que adoraron; ellos no sólo pecaron sino que aprobaron el pecado de los otros. Guías ciegos que guían a otros ciegos.

En la Segunda Carta a los Tesalonicenses el Apóstol va más lejos y dice que Dios los entrega al engaño del Anticristo y al engaño de Satanás. En ellos éstos (el Anticristo y Satanás) operan internamente entenebreciendo sus mentes y sus corazones y dándoles a beber un vino de vértigo. Los hombres de nuestro tiempo, especialmente los que se jactan de letrados, los intelectuales, los hombres religiosos… son juguetes en las manos del Anticristo… porque no amaron la verdad. ¡Y el amor de la verdad los habría salvado!

Y este engaño no es más que la antesala de la condenación.

Muchos son corderos bien cebados para el día de la ira; lo demuestra el mismo hecho de sus sonrisas al escuchar a los “fundamentalistas” que todavía hablan de pecado, infierno, condenación… y, lo que es peor, de ¡la verdad!

Dios nos conceda que esta Casa sea morada de estudio de la verdad, de amor apasionado por la verdad, y por Aquel que dijo –y lo demostró– “Yo soy la Verdad”.

[1] “Dicit ergo, quod causa quare decipientur est quia noluerunt recipere charitatis veritatem, id est, veritatem evangelii. Io. VIII, V. 46: si veritatem dico, quare non creditis mihi? Iob XXIV, 13: ipsi fuerunt rebelles lumini. Et dicit charitatem veritatis, quia nisi sit formata fides per charitatem, nihil est. I Cor. XIII, 2: si habuero fidem, ita ut montes transferam, charitatem autem non habuero, nihil sum, etc.. Gal. Ult.: in christo Iesu neque circumcisio, neque praeputium aliquid valet, sed nova creatura. Et subdit utilitatem veritatis, dicens ut salvi fierent. Rom. V, 1: iustificati ex fide, pacem habeamus ad Deum per Dominum, etc… Sed culpa et poena est eorum seductio; unde dicit mittet, id est, permittet illis venire, operationem erroris. Is. XIX, 14: miscuit dominus in medio eius spiritum vertiginis. III Reg. Ult.: ero spiritus mendax in ore omnium prophetarum eius. Et ideo dicit ut credant mendacio, id est, falsae doctrinae Antichristi. Rom. II: propter quod tradidit illos Deus in reprobum sensum, ut faciant ea quae non conveniunt. Sed poena tantum est aeterna damnatio; unde subdit ut iudicentur, scilicet iudicio damnationis. Io. V, 29: et procedent qui mala fecerunt in resurrectionem iudicii, etc.. Omnes qui non crediderunt veritati. Io. III, 18: qui non credit, iam iudicatus est” (Ad II Thes, cap. II, lect. III, nn. 53-55).
[2] LG 16: “Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras e imágenes buscan al Dios desconocido, puesto que les da a todos la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Act., 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tim., 2,4). Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna”.
[3] Cf. S.Th., I-II, 29, 5.
[4] “Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega. En estos casos, la persona es culpable del mal que comete” (Catecismo, n. 1791).
[5] Cf. De veritate 17,4.
[6] Por eso no está de buena fe en el error el católico que desprecia la enseñanza del Magisterio, pues éste es Fuente de la Verdad (puesto para esto por Jesucristo).
[7] Francisco de Vitoria, De Indis, ed. de Lyon, p. 337; ed. del P. Getino, p. 374.
[8] “Sed culpa et poena est eorum seductio; unde dicit mittet, id est, permittet illis venire, operationem erroris. Is. XIX, 14: miscuit dominus in medio eius spiritum vertiginis. III Reg. Ult.: ero spiritus mendax in ore omnium prophetarum eius. Et ideo dicit ut credant mendacio, id est, falsae doctrinae Antichristi. Rom. II: propter quod tradidit illos Deus in reprobum sensum, ut faciant ea quae non conveniunt” (Ad II Thes, cap. II, lect. III, nn. 54).
[9] G. Ricciotti, Las Epístolas de San Pablo, Conusar, Madrid 1953, 21-22.
[10] J. M. Bover, Las Epístolas de San Pablo, Balmes, Barcelona 1950, 406.
[11] San Juan de la Cruz, Subida, 3, 21, 11-13.

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