¿Quién es María sino la Estrella del mar, es decir, el camino claro hacia el puerto para quienes navegan entre las olas de la amargura? Un nombre amado por los ángeles, terrible para los demonios, saludable para los pecadores, dulce para los justos.
San José Sebástian Pelczar

Era marzo. En la chimenea ardía un fuego que iluminaba la habitación, amueblada con sencillez. En el rincón delante del cuadro de la Santísima Virgen María de Częstochowa ardía una lamparilla de aceite. Y con este resplandor de vez en cuando el cuadro se iluminaba más y el vestido y las piedras preciosas se veían más claramente. 

Caminaba yo por la habitación con el rosario en la mano. Afuera soplaba un viento helado. A veces se oía el timbre del cascabel de un trineo que pasaba. Por la ventana brillaban las luces de las casas vecinas, resplandeciendo como estrellas en la oscuridad.

Estaba pasando el quinto año de mi exilio. En general, Dios me dio mucha paciencia y consentimiento a su voluntad. Pero a veces, como hoy, llegaba una hora solitaria y gris. Entonces tomaba la coronilla en la mano y miraba la imagen de Nuestra Señora. El anhelo se apoderaba de mí y mi alma quería volver a casa, a su propio pueblo. No pocas lágrimas corrían por mi rostro y sólo la oración lograba calmar mi corazón hinchado de pena.

Hoy llegó ese momento: así que caminaba por la habitación, triste y pensativo. De repente alguien llamó a la puerta.

—Por favor, entra —llamé.

Entró mi viejo y fiel compañero de exilio, el añoso criado Antoni.

—¿Qué pasa, querido? —lo pregunto.

—Por favor, señor obispo, aquí hay un hombre que quiere verlo a usted.

Hice que lo trajeran. Encendí la lámpara y esperé un rato. Por fin se abrió la puerta y entró una figura alta, vestida con un abrigo de piel de oveja, botas largas, cubiertas de nieve, con el rostro cubierto de una barba entrecana y unas cejas enormes y pobladas.

Mirándome, quedó parado por un momento. Antes de abrir la boca para saludarlo, el recién llegado cae al suelo y solloza como un niño pequeño, abraza y besa mis pies.

—¿Qué clase de persona eres, hombre? —lo pregunto en polaco.

Y él, arrodillado frente a mí con las manos juntas, me responde en ruteno.

—Yo de lejos, de lejos; pasé una semana caminando entre la nieve y el hielo para verlo a usted, señor obispo.

—¿Y qué clase de persona eres? ¿Católico?

—Soy católico, reverendo señor obispo, y polaco. Pero han pasado ya cuarenta años desde que vivo entre los rusos y he olvidado hablar polaco. He venido a verlo a usted, padre obispo, porque soy viejo y quiero confesarme antes de morir.

Y nuevamente se inclinó a mis pies.

Lo levanté del suelo y lo senté a mi lado. Al principio no se atrevió a sentarse, pero finalmente se sentó cansado. Sus manos estaban rígidas, juntadas de un modo suplicante. Me contemplaba con arrobo, alegría brotaba de sus ojos grises y serios.

—¿Y tú de qué lado eres, hijo mío? —pregunto después de un rato.

—Soy de Pólotsk, reverendo señor. De allí transportaban al destierro a los sacerdotes jesuitas. Yo tenía entonces 22 años, lo recuerdo como hoy. Deportaron a nuestros padres... ¡Y yo, Dios me perdone! (aquí se golpeó el pecho) y yo también los transportaba. Los cosacos nos ordenaron suministrar los medios de transporte... Nadie quería ir, entonces golpeaban a la gente con látigos y yo fui con los demás. Los llevamos a estos jesuitas a la frontera, pero con ellos también y nuestra suerte se acabó... Al principio todo estaba tranquilo, pero luego empezaron a convencer a la gente para que se convirtiera a la ortodoxia. Persuadían... Sin embargo, pocas personas estuvieron de acuerdo. Pero luego empezaron a usar la violencia contra nosotros... Veintitrés de nuestras familias resistieron y nos dijimos: "No renegarémos de nuestra sacrosanta fe católica". Hasta que un día llegaron trineos. Los cosacos empezaron a apresurar a la gente para que subiera. Y nos llevaron aquí, a treinta millas de Novgorod, y nos dejaron solos, sin techo, sin tierra, sin iglesia y sin sacerdote.

—¿Cómo es eso? —pregunto. —¿Aún quedan polacos y católicos por estos lugares?

—¡No, reverendo señor! No queda nadie. Yo soy el único que queda. Algunos murieron y otros se convirtieron a la ortodoxia. Ahora deambulo de un lugar a otro. Vivo en la miseria. Si tengo suerte, parto leños para alguien, entonces ése me da un lugar donde detenerme para pasar la noche y algo de comida. Pero ya soy viejo, padre obispo, ya pronto voy a tener setenta y cinco años. Así que también pensé en ¿qué hacer para no morir sin sacerdote? Recé a Nuestra Señora para que viniera a ayudarme. Y luego supe por la gente que había un obispo polaco exiliado aquí junto al río Volga. Así que sin más lo dejé todo y me dije a mí mismo que incluso si me daba frío o moría de hambre en el camino, iría de todos modos. Entonces yo vine a usted, señor obispo, y me llené de tanta alegría al verlo, que fue como si se me hubiera abierto el cielo...

Ahora no pude evitarlo y lo abracé cálidamente. En la visita de este hombre vi no sólo el maravilloso cuidado de Dios hacia el visitante y la recompensa por su valentía en la fe, sino también una elocuente lección para mí: Yo, el Obispo, encargado de fortalecer a otros, cedía a la añoranza después de cinco años de exilio. Y este pobre hombre, después de cuarenta y tres años pasados en el extranjero, sin sacerdote, entre la gente de otras religiones, conservaba tal celo por la fe y tal apego sincero a ella.

Nos sentamos durante mucho tiempo y charlamos como hermano a hermano. Él estaba pendiente de cada una de mis palabras. A su vez, yo me fortalecía al mirar este corazón grande y sincero de creyente, latiendo bajo el manto campesino, casi de mendigo. Finalmente nos sentamos a cenar y luego le dije que pasara la noche en mi casa.

A la mañana siguiente estaba caminando por la habitación con mi breviario cuando mi criado irrumpió y gritó:

—Señor Obispo, por favor sígame.

Me llevó hasta la puerta de la habitación del forastero. De allí se escuchó una fuerte voz, una voz de oración, "Padre Nuestro", "Ave María" y "Creo", y finalmente sonaron las estrofas del "Oficio parvo a la Inmaculada":

"Comiencen nuestros labios a alabar a la Santísima Virgen, comiencen a hablar de Su incomprensible gloria"...

Me paré en la puerta y escuchaba con profunda emoción. Cuando terminó, entré en la habitación. El forastero estaba arrodillado en el medio con las manos juntadas.

—¿Cómo es eso, buen hombre? —digo. —Me has dicho que no sabes polaco, pero escucho que puedes rezar en polaco.

—Oh sí, señor obispo, esto es lo único de la lengua polaca que me ha quedado.

No pudo decir más por la emoción, pero de repente exclamó con fuerza:

—¡Pero al menos esto ha quedado en mi corazón! Dios mío, si no fuera por esta santa oración polaca, si no fuera por estas sagradas estrofas del "oficio parvo a la Inmaculada", yo también habría renegado de nuestra sacrosanta fe católica.

Lo confesé, encantado con su fe sincera y su amor ardiente a Dios. Luego celebré la Santa Misa y le di la Sagrada Comunión. Oramos juntos y nos sentamos a desayunar juntos. Quería tenerlo conmigo al menos unos días, pero él no quería.

—Entonces vuelve a visitarme al menos después de algún tiempo —dije.

—No, señor obispo —respondió—, no volveré. Ya soy viejo. Tengo que morir. Y ahora cuando haya limpiado mi alma y recibido a Dios, moriré en paz.

Le explicaba que aún no era tan viejo, que todavía era fuerte y podía vivir mucho tiempo. Pero él se mantenía firme en lo suyo.

—Pero cuando muera —añadió—, le enviaré un recuerdo mío, padre obispo.

Nos despedimos cordialmente. Volvió a abrazar mis pies llorando. También a mí se me llenaron los ojos de lágrimas.

Se fue... Lo cuidé mirando durante mucho tiempo. El pobre hombre caminaba con gran dificultad por la nieve, pero pronto una tormenta de nieve lo cubrió por completo.

Pasaron tres meses. Ya me había olvidado de todo el incidente cuando Antoni me avisó que una mujer me esperaba en el pasillo. Salí y la pregunté quién era y ella me entregó un paquete.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Es de este hombre —respondió—que lo visitó al señor obispo y murió hace unos días. Antes de morir, me pidió que fuera al Volga y le diera al obispo este recuerdo.

Desaté el pañuelo rojo. Contenía un libro de oraciones llamado "El pequeño altar de oro". Lo tomé en mis manos como una reliquia, porque sostuvo la fe del pobre exiliado durante cuarenta años. Celebré la Santa Misa por la paz de su alma... 

Y "El pequeño altar de oro" me da fuerza y ​​​​consuelo hasta el día de hoy. Y cuando escucho cantar "El Oficio parvo a la Inmaculada", pienso en esos versos del "Oficio" que escuché una vez ahí lejos junto al río Volga. Recuerdo la fuerte fe de nuestro exiliado y el amor hacia el "rezo polaco". 

Y no puedo dejar de pensar en una cosa. A saber, en que la Santísima Virgen, cuyas alabanzas cantaba todos los días en "El oficio parvo a la Inmaculada", efectivamente lo condujo por el camino de salvación. Y creo que en la muerte de este forastero Ella realmente se convirtió para él en la "Madre de Misericordia" y le abrió las puertas del cielo.

(De "Los diarios" de Mons. Zygmunt Szczęsny Feliński)